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22 de agosto de 2020

FUENCALIENTE A PRINCIPIOS DE LOS AÑOS SESENTA

"CAMINOS DE LA MANCHA"

"Caminos de la Mancha". José Antonio Vizcaíno. Editorial El Avapiés. 1966.

En este ameno libro, su autor, José Antonio Vizcaíno, narra sus viajes a principios de los años sesenta por diversos pueblos de La Mancha, contando su historia y describiendo a sus habitantes. En su viaje a Fuencaliente se encontrará con el pueblo en ebullición por ser el día previo a una montería. En su corta visita se topará con los "señoritos" que vienen de caza y se alojan en el Balneario; con los cazadores del pueblo que se reúnen en las peñas locales (Los Vuelcaollas, La Cijaca, o la Mesa La Pólvora); con Curro y Benito, los guardias municipales; y con personajes como El Cacharrante. En la taberna conocerá "la cargazón natural del rústico aumentada por el vino" y la "filosofía cazurra". Al día siguiente se tendrá que ir sin ver las pinturas rupestres y con una buena "chupa" de agua. Ésta es la narración de su visita a Fuencaliente.
TERCER CAMINO
UN SOLDADO CABEZÓN
Fuencaliente, cuyo origen primero se remonta al periodo epipaleolítico, fue conocido en el siglo XII por Fuencalda. Cuenta la leyenda que un soldado de Cabezarrubias, a su paso por el lugar camino de su pueblo natal, acudió a bañarse a las aguas de una charca y en ella vio reflejada una imagen de la Virgen que había en un árbol cercano. Inmediatamente sanó el soldado de unas erupciones que padecía, fruto de las penosas jornadas de la guerra, por lo que, sin dudarlo un momento, guardó la imagen en su macuto y prosiguió la marcha. Al llegar a Cabezarrubias, con gran contento, dio cuenta del hallazgo y de la milagrosa curación, mas su sorpresa fue grande al abrir el morral y verlo vacío. Sin embargo, nuestro buen soldado era cabezón (sin que haya en ello alusión alguna a su patria chica) y determinó volver sobre sus pasos. De nuevo encontró la imagen en el árbol y de nuevo la depositó en sus alforjas, procurando esta vez cerrarlas convenientemente. No obstante, el resultado tornó a ser desesperanzador: desaparición de la imagen, cara de pasmo del soldado y pliegues maliciosos en las bocas de sus vecinos. ¡Ah, pues esto no puede quedar así!, clamó el soldado; y tanta fue su obstinación que convenció a las autoridades religiosas para que le acompañaran al lugar del prodigio. Hiciéronlo así, y, llegados al sitio, quedaron convencidos de la veracidad del relato. Asieron la imagen, la encerraron con gran cuidado y, ya en Cabezarrubias, al querer mostrarla a la multitud, descubrieron su falta. Entonces, diéronse a pensar los sabios varones y uno de los tantos, el más avispado, encontró la solución: eso es que la Virgen no desea moverse del lugar en el que fue hallada, dijo, construyamos una ermita en su honor. Y de esta manera se hizo y con la referida ermita, alzada sobre las benefactoras aguas, topó el maestre de Calatrava, don Pedro Muñiz de Godoy, cuando se encaminaba a Andalucía en seguimiento del rey Enrique de Trastamara. El tal maestre —que de suyo debía ser dadivoso— concedió licencia al fraile Benito Sánchez para poblar los territorios cercanos y recibir tributos de los nuevos moradores. En la iglesia parroquial de Fuencaliente hay un grupo escultórico que representa a la Virgen de los Baños y al soldado a sus pies, en actitud recogida, justamente encima del manantial que abastece de aguas termales al balneario.
— Aquí, a Fuencaliente, vienen muchos a curarse el reuma —dice Andrés—. Estas aguas tienen fama de ser muy saludables.
— Pero cuando están los bañistas no se puede venir ni de paso — agrega Cecilia — Invaden el balneario, lo ponen todo perdido, !con decirle que van por las calles en albornoz!
Al caminante eso de ir por la calle en albornoz no le parece grave pecado (todo es cuestión de tener albornoz y dónde lucirlo) y tocante a ponerlo todo perdido, pues, ¡a ver!, si se mojan..., tendrán que salpicar. Además, que en Cecilia, tan multitudinaria, tan sociable, tan amiga de la colectividad, extrañan tales manifestaciones, por muy chapoteadores de aguas sucias que sean los bañistas o muy bereberes que parezcan.
— Nosotros ya tenemos alojamiento reservado en el balneario —le confía Andrés al caminante—. Aunque habrá llegado bastante gente, porque esta es la última cacería de la temporada; venga usted conmigo a ver si todavía queda algo libre.
Fuencaliente es pueblo que se desparrama desde lo alto, resbalando sus calles ladera abajo, por lo que todas forman cuesta y muy pronunciada. La del balneario —la más importante—, aunque también empinada, corta en transversal al resto, a espaldas de las dos o tres plazoletas que circundan a la iglesia. Cuando el matrimonio Pum-Pum y el caminante hacen su aparición, una larga hilera de automóviles estacionados les precede.
— ¡Lo que dije! —suspira Cecilia—. ¡Somos los últimos!
!BEBA USTED, SEÑOR ESCRIBANO!
No había espacio suficiente en el balneario para los tres viajeros y el caminante tuvo que volver a la calle y solicitar ayuda al cabo de la guardia municipal.
— !No se pure usté, amigo! ¿Qué dice, que quiere una cama? ¡Pues, como si quiere doscientas! Aquí estoy yo para proporcionársela. Usté no se me ponga nervioso, que ya verá como todo se arregla.
El caminante iba a replicar que no se apuraba por tal nimiedad, ni tampoco se ponía nervioso, mas, considerando el celo y las ganas de agradar del cabo, creyó oportuno aparentarlo y así no atentar contra la más elemental de las cortesías.
—Usté se va ahora a tomarse unos vinos donde yo le lleve, luego a cenar y después, cuando tenga deseos de tumbarse, no tiene más que decirme: Curro, que me quiero ir a la cama. Y yo le llevo a usté a un sitio donde le van a tener que despertar con pólvora.
—Lo de la pólvora vale más que la ahorren por si hace falta en la cacería. En cuanto a lo demás, de acuerdo, Curro. Se llama usted Curro, ¿no es eso?
—Si, señor, digo……, no, señor. Yo me llamo Juan, ¿sabe? Lo que pasa es que aquí me dicen Curro por mi madre, que era la Currita. Algunos, dése cuenta, hasta me nombran por Francisco y por Paco, ¡y no quiera saber la que se armó cuando la mili!
Francisco, digo Paco, digo Curro, digo Juan, entorna los ojos y hasta se le nublan un poquito al recordar aquellas añejas glorias de su época militar. Porque Francisco, digo Paco, digo Curro, digo Juan, tuvo que ser un buen soldado. No hay más que verle la marcialidad y la gallarda apostura con que luce el uniforme —más burocrático que guerrero— de su desempeño municipal.
—Yo estuve en Santa María de la Cabeza cuando la guerra, sí señor. Y aún tengo en esta pierna la cicatriz que me dejó una bala traidora.
Junto al balneario, separada tan sólo por un callejón de acceso a la plaza, hay una taberna; y en esta taberna, en el piso de arriba, se reúnen los miembros de una de las tantas sociedades de cazadores que abundan en Fuencaliente. Allí fue a parar el caminante, acompañado por Francisco, digo Paco, digo Curro, digo Juan.
—Oiga, para no liarlo más, ¿usted cómo prefiere que le llamen?
— ¿Yo? Curro, sí señor. Me gusta más Curro.
Curro (el nombre o apelativo) posee reminiscencias andaluzas y como Fuencaliente, pese a pertenecer a la provincia de Ciudad Real, es pueblo netamente serrano en cuanto a posición geográfica, aficiones y modos de vivir, se acomoda más a la usanza de los cordobeses de la otra linde que a los manchegos de su propia demarcación.
—Oiga, Curro, ¿usted cree que la Mancha tiene algo que ver con Fuencaliente?
—No, señor; ná. Nosotros, los de por aquí, nos tiramos más hacia abajo, hacia Andalucía, que a otra cosa.
Los hombres de la sociedad de cazadores ocupan una pequeña habitación, en cuyas paredes se arraciman cornamentas de venado, láminas de perros, cuadritos con fotografías de momentos triunfales, medallas y sendas cabezas de ciervo y jabalí.
— ¡Beban ustedes del vino Mejía, que invita este señor, que es primo hermano!
Las botellas se consumen con rapidez pasmosa y es que los hombres están contentos porque al día siguiente hay montería. Los forasteros, los señoritos que pagan unos miles de pesetas por el puesto, entran y salen, cumplimentan a los pueblerinos, se beben un par de vasos con ellos, soportan con una sonrisa bromas reiterativas, frases torpes, la cargazón natural del rústico aumentada por el vino... No hay más remedio que aguantarlo —seguro que piensan—. Conviene estar a bien con esta gente. Total, ¡para una vez al año...!
—Don Lorenzo, a usté mañana lo hacemos novio. !Ya lo verá como sí!
—¿A mis años me vais a hacer vosotros? Pero, ¡no veis que soy viudo de tres mujeres!
El Cacharrante, muy oficioso en atender a los recién llegados, es de los que arman más barullo y se pone pesadísimo queriendo agradar.
— ¡Paco, tu vaso! ¡Paco, tu vaso! ¡Paco, tu vaso! —y así.
Curro, en mitad del griterío, le pregunta al caminante si irá al día siguiente a la cacería y el caminante le responde que prefiere acercarse hasta la Peña Escrita, la de las pinturas rupestres y posible lugar de penitencia de don Quijote.
— ¡Ah, ya verá usté cosa seria! Pero, tiene que acompañarle alguien y yo no voy a poder... Mire, se lo diré a mi compañero, al otro guardia, que le lleve con una borriquilla que él tiene y que es como una moto...
Persisten las voces de los cazadores, como recios escopetazos en pos de la pieza deseada, hablan todos a la vez, cada cual no escucha más que a sí mismo y sus hazañas respectivas, caprichosamente engordadas, crecen y crecen y crecen...
El caminante ha sacado su cuaderno de notas para tomar algunos apuntes y el Cacharrante que lo ve, con un par de vasos en la mano, según costumbre, le grita:
— ¡Beba usté, señor escribano! —y le tiende un vaso—. Pero, ¡beba con tiento, eh, que si usté se emborracha anda mal la contabilidá!

LOS MONTEROS DE FUENCALIENTE
Amanece nublado en Fuencaliente. La sierra toda es un gigantesco toro bravo que le tira cornadas al cielo y se lleva un jirón de niebla prendido entre las astas poderosas. El pueblo entero hierve de impaciencia ante la próxima cacería. Pasan los monteros, muy tiesos y arrogantes, muy poseídos de su papel e importancia, escopeta al hombro, traje de pana, zahones, sombrero de ala ancha. Sosiegan las caballerías su ardor mañanero y componen la estampa plástica que se recorta contra el fondo achaparrado de la vecina cordillera. Las rehalas de perros alargan por doquier sus cuerpos menudos, nerviosos, blancos o moteados; ellos son, en definitiva, la verdad de la caza, el olisqueo furioso, la acometida, el clamor de alerta, la lucha cuerpo a cuerpo. Ellos son el rastro milenario de una antigua necesidad, hecha deporte, que se desarrolla, por azar —o cualquiera sabe—, junto a los restos de una vieja cultura, ya olvidada.
—Mal lo van a pasar hoy los jabalines en el monte —surge el comentario de un grupo.
—A ver si se ponen a tiro las reses —se escucha por otro lado.
A la madrugada, a pie, salieron hacia la sierra los cuquilleros, los cazadores furtivos que se sitúan fuera del límite de la mancha (que así se le denomina a la franja de terreno acotada para la montería) y aun algunos de ellos habrán maldormido entre los riscos, dispuestos a ocupar las mejores posiciones.
—Mira las jaurías —le dice un vejete a otro— qué ansias tién los condenaos perros de echarse al monte.
En un camión los suben a todos, a golpe de puño si es preciso, mientras se llena de ladridos la mañana opaca, y allá que van todos juntos, hombres y perros, confundidos en la más gloriosa y democrática intimidad.
— ¿Qué tal se ha dormío?
Curro, despojado de su uniforme, se sitúa a un lado del caminante. Su presencia rompe la pasividad del grupo de curiosos.
—Bien, Curro, muchas gracias.
—Ya le he apañao lo de la Peña Escrita. Mi compañero vendrá a buscarle a la taberna —se disculpa—. Yo es que tengo que ir a la montería, ¿sabe?; si no, con mucho gusto...
Los automóviles inician el desfile. En los atuendos deportivos de los cazadores, sin discriminación de sexo, predomina el ante; ah, y también el sombrerito de la pluma tiesa. Algunos modelos huelen a escaparate reciente, como, por ejemplo, el de Cecilia, que ronda por las proximidades del caminante informándose del tiempo.
—Diga, buen hombre, ¿usted cree que lloverá?
—Pues..., ayer cayó agua a ratos... El parte dijo anoche que...
Andrés, con la tarjeta en la mano, interroga a Curro acerca del puesto que le ha correspondido.
—No es malo, no... En Valderrepiso..., según sople el viento...
Los hombres del campo jamás niegan ni afirman; no quieren comprometerse. El caminante no desearía extender aquí su índice acusador, pero supone (o le da en la nariz, que para el caso es lo mismo) que esta es la manifestación de una raza oprimida, obligada a enmudecer durante cientos de años, constreñida a no opinar, siquiera en los casos fútiles, y escarmentada dolorosamente en sus propias y maltrechas carnes; por eso, la tal costumbre, rebotada de generación en generación, es hoy filosofía cazurra, un decir y no decir, expresión maliciosa entre medias palabras... Un asco, de verdad.
El caminante, cuando hubieron partido los cazadores, se subió hasta lo más alto del pueblo, allá donde el asfalto pierde vigor y es menester amarrarse a los guijos del suelo para no dar un tropezón y caer rodando, monte abajo, hasta dar con los huesos en las heladas aguas del río Yeguas, ya en el valle. Luego, cuando calculó que era próxima la hora de encontrarse con el guardia, regresó a la taberna. Se entretuvo primero como simple espectador de la discusión entre un gitano y un payo, caviló después a solas y cuando más absorto estaba, sintió que le tocaban en el hombro.

AQUÍ NO HAY MÁS QUE TOSER Y PEER
— ¿Usté es el forastero que tiene empeño en ir a la Peña Escrita? Pues, yo soy Benito, el compañero de Curro. En cuanto quiera...
En Fuencaliente hay casas que tienen varios pisos, pero la construcción es anárquica, sin fisonomía propia, aunque ésto bien se comprende en un lugar que cabalga a lomos de Sierra Morena y tanto puede desmontar hacia el lado de Castilla como al de Andalucía. Ocurre igual con los hombres, menudos, vivarachos, magros de cuerpo y rostro alargado, fantasiosos, presumiendo de estilo y de compás, que por algo aparecen aquí la bota campera y el sombrero ancho —preludio de estampa andaluza— y es que los hombres de Fuencaliente, en verdad, sólo tienen perfil.
—Vamos a mi casa a por la borriquilla —dice Benito—. Nos hará falta al pasar por el lado del río.
En la casa de Benito, limpia y de buen ver, están la madre y la suegra arrimando cazuelas a la lumbre de la chimenea.
— ¿Le gusta nuestro pueblo? —indaga la una—. Lo malo es que es muy empechao, ¿eh?
— ¿Cómo?
— Quiere decir que tiene muchas cuestas —arregla la otra— que es muy fragoso.
Benito prepara la borrica en un santiamén e invita a subir al caminante.
—No, gracias; de momento, prefiero ir andando.
— ¿Es que no ha visto nunca un burro tan cerca?
—Sí, hombre, claro que sí: !de los de dos patas!
Apenas iniciada la marcha acude la lluvia, puntual siempre, disciplinada, como dando a entender a los atrevidos excursionistas que no podrán librarse de su embarazosa compañía.
—Por ahora es poco, lo malo es si arrecia —comenta Benito—. Como el viento no deje de trabajar...
El caminante le pregunta a Benito qué tal se vive en Fuencaliente y aquél le responde que regular (entiéndase bien, entonces), que antes se trabajaba más el campo : cereales, olivos, cebada, centeno, algo de garbanzos...
—La aceituna ha estao mala estos años atrás. Muchos se han ido a Barcelona, y al extranjero, y a los infiernos, que es lo que yo me digo: que igual habrá que trabajar pa comer en toas partes. Pero el campo no da, porque ya sabe usté que los jornales son escasos y este es un terreno muy malo y muy quebrao pa meter tractores. Yo, mismamente, he tenío que dejarlo y ahí estoy, en el ayuntamiento, arrimao a un sueldo seguro. Antes me quise hacer guardia civil, pero no pude por que se me había pasao la edá. Ya ve usté, después de saberme de corrío los artículos...
El grupo abandona la carretera, tras un par de kilómetros, desviándose por un sendero de herradura que se interna monte arriba. El caminante sube aprisa, con las gotas furiosas golpeándole el rostro, sin atender a los requerimientos de Benito, quien, en vista de que el otro no monta en la burra, lo hace él.
— ¿Sabe usté que aquí subío voy arrecio? —dice al poco rato.
La tormenta terrible y despiadada, portadora del furor de los cielos embravecidos, tuvo la feliz ocurrencia de manifestar sus primeros síntomas amenazadores en el preciso instante en que los tres optimistas viajeros (contemos también a la borrica) cruzaban por delante de una casita de campo, la única hasta entonces, que ofrecía el oportuno cobijo de su techo.
— ¿Le parece que nos refugiemos un poco o seguimos?
—La duda ofende, amigo. ¡A escape hacia la casa !
No es más que una choza que consta de vivienda y establo (y tanto da una parte como la otra) en la que habitan un matrimonio joven y dos niñas. No hay más calor, ni más luz, ni más vida, que el tenue chisporroteo de los leños del hogar.
—Siéntese usté. —le dicen al caminante; y le alargan una banqueta baja y dura— De pie no se puede estar porque hace humo.
—Aquí no hay más que toser y peer —añade Benito con sonrisa pícara.
Dos horas largas, monótonas, insufribles, escuchando el bufido del viento y el golpear de la lluvia contra la tierra cada vez más reblandecida; dos horas largas de penumbra, de humareda que escuece en los ojos hasta hacer saltar las lágrimas, aguantando las tarascadas retozonas de las niñas y de una chivita negra que con ellas juega.
—Si quiere usté, la Chorrera de los Batanes está ahí, a un paso. Este, hombre le deja un impermeable y nos acercamos. La Peña Escrita ya es más difícil...
—Mire, Benito: este temporal no lleva trazas de amainar en todo el día. Lo que tenemos que procurar ahora es ver cómo nos las arreglamos para el regreso y dejarnos de chorreras, peñas y demás garambainas, que cuando al vendaval de la desdicha le da por sacudir destroza todo cuanto se opone a su avance. Los hombres, ante la adversidad, tenemos que doblarnos como la espiga, y así, al pasar el huracán, tornaremos a estar derechos.
Es muy posible que las razones del caminante no fueran entendidas y sí que su prudencia penetrara en los cerebros de aquellas gentes trastocada en temor. Algo de ello vio el caminante en las sonrisas y en las alusiones, pero le tuvo sin cuidado, porque el hombre es nave que ha de gobernarse por si sola y no a bandazos, como consecuencia de las embestidas que le propinen los demás.
—Le advierto que..., total, lo que va usté a ver... —intenta ayudar la mujer—. En la Peña Escrita no hay más que unas letras que no se entienden y no vale la pena pillar una mojadura.
Finalmente, como los estómagos apretaban lo suyo, Benito y el caminante optaron por la marcha inmediata. El bueno de Benito acomodó al caminante encima de la borrica, le cubrió las piernas con cuero y el cuerpo con una manta y llevando él las riendas emprendieron el camino de vuelta.
—Usté agárrese bien a la borrica que yo me cuido del resto. ¡Y no se me vaya a caer...!
Hasta llegar a la casa de Benito invirtieron una hora de marcha dura y fatigosa, azotados constantemente por el aguacero y zarandeados por los frecuentes empellones del vendaval. (Si bien es de rigor advertir que el caminante se mojó mucho menos de lo que debiera, porque de su cuerpo sólo asomaba, lo que se dice asomar, el bigote).
—Ahora, yo me mudo de ropa, nos calentamos al fuego y comemos los dos que bien nos lo hemos merecío.
DESPEDIDA
Y el caminante, con apetito de náufrago, se zampó un par de huevos con patatas, unos choricillos fritos, las correspondientes rebanadas de pan y un cuartillo de vino tinto a porrón. Y para terminar, viéndole Benito el entusiasmo con que manejaba la cachimba, aún le hizo fumar unas pipadas de buen tabaco, de uno que le manda un primo suyo que emigró a Alemania
Para información del lector curioso que lo ignore, ha de decirse que en la Peña Escrita existe una de las más bellas muestras del arte rupestre hispano. La Peña Escrita es un abrigo natural entre pizarras verticales, en la falda de Sierra Dornilleros, a unos mil metros de altitud. Sus pinturas, en rojo sobre la piedra, magníficamente conservadas, reproducen objetos de fácil localización, fenómenos de la naturaleza y figuras esquematizadas, aparte de otros signos no identificados, que bien pueden ser los balbuceos de la escritura primitiva. También se dan estas muestras, aunque en tono menor, en la Peña Batanera, otro abrigo natural cercano a la Chorrera de los Batanes sobre el río Cereceda. La Chorrera de los Batanes es una cascada impresionante que precipita las aguas desde gran altura, un espectáculo maravilloso que suspende el ánimo y paraliza la acción. (Se comprende, por tanto, que el caminante no quisiera detenerse a contemplarlo en unas tan contrarias circunstancias: hubiese acabado en eterno monumento a engrosar la lista de la exuberante región.)
Después de airear convenientemente su mojadura, beberse un café bien cargado y un par de copas de coñac que le entonaron alma y cuerpo al alimón, aguardó el caminante la venida de los cazadores, sentado al calorcillo de una de las mesas de la taberna (porque debajo de cada una de éstas hay un brasero), atento a veces a la charla del mostrador y en otras a las incidencias de la partida de tute que se ventilaba a su vera.
—Me he mojao tanto —explica al llegar uno de los monteros— que voy a estar una semana meando sólo lluvia.
—Y qué, ¿se ha tirao mucho? —le preguntan.
—Tirar, sí, que ya sabéis que los señoritos no se quean contentos si no agotan el cargador, pero de matar..., de eso poco.
— ¿Han caío muchos?
—Poco, poco... Unos venaos y dos o tres marranos. ¡Es que no se podía, hombre!
Todos los cazadores se expresan en parecidos términos y, al final, desorbitan tanto la verdad, que llegarían a convencer a los oyentes de que el diluvio ha sido bíblico.
— !Lástima de día, y con lo buena que estaba la mancha! Yo me vi un guarro cerca de mí y me eché la escopeta a la cara, pero, ¡ni apuntar!
—Ese es uno que han cogío los perros.
Entra Curro y se sienta en silencio junto al caminante. Al cabo de un rato, le dice:
—Yo ya no estoy pa estos trotes, ¿sabe usté? Yo, antes, me pasaba el día entero por los montes tronchando jaras, porque no sé si sabrá usté que yo he sío cabrero y me conozco estos andurriales como la palma la mano, pero..., ¡que no! Cuando me jubile, en el otoño próximo, iré y le diré al alcalde: con Dios, que yo me voy. Y me iré a la sierra, a cuidar ganao, que es donde mejor se vive.
— ¿Solo?
—Solo o..., si se quiere venir la señora que venga, y si no... —recapacita al cabo de unos momentos—. Claro que, eso lo digo yo ahora, que ya veremos a ver cuando ella meta baza.
—Seguro que gana la partida, ¿eh?
—Seguro, si señor.
Al anochecer, despidióse de Curro el caminante y fue a dar una vuelta por el balneario, con objeto de ver a sus amigos, Cecilia y Andrés, a los cuales hallé entre otras varias parejas, muy contentos todos y olvidados por completo de los avatares de la jornada.
— ¿Ha ido usted a la Peña Escrita?
—Sí, sí, y me ha encantado.
Le parecía impropio al caminante relatar su desventura ante aquellos seres tan dichosos, tenía la certeza de que tampoco ellos le iban a entender, de modo que, tras alabar la nueva vestimenta de Cecilia (a la que la lluvia, en vez de fastidiar, había dado ocasión de mudanza) y concretar con Andrés la hora de la partida, determiné salir del balneario, rumbo a la desconocida negrura de las calles.
— ¡No deje de estar listo a las nueve en punto!
Y a las nueve en punto de la mañana del siguiente día estaba el caminante a la puerta del balneario, no listo, sino tonto, porque a las diez en punto salía Andrés y a las once en punto, luego de la aparición de una Cecilia lozana, bien-humorada y olorosa, con inequívocas señales de haber dormido a pierna suelta, abandonaban Fuencaliente en medio de la curiosidad del vecindario.
—Aquí fue donde ayer nos tocó aguantar el chaparrón —comenta Cecilia al cruzar el puerto de Valderrepiso.
—Según me informó mi amigo Curro —contesta el caminante—, en el mismo valle de Navalquejigo, situado entre las sierras Madrona y Quintana y al que corta el río Montoro de Poniente a Saliente.

DESPEDIDA
Desde lo alto del puerto de Niefla ofrece el valle de Alcudia la serena majestuosidad de un océano en calma. Porque el valle entero es un inmenso mar de verdes pastos, sacudido a trechos por el oleaje de los encinares y rizado por la espuma blanca de los caseríos. A este lugar, que ocupa una extensión aproximada de mil cuatrocientos kilómetros cuadrados, acuden todos los años más de trescientas mil cabezas de ganado lanar y trashumante, desplazadas de las tierras altas de Asturias y la Vieja Castilla.
Varios pueblos se asientan en el valle o en sus inmediaciones y son, en la zona que nos ocupa, la septentrional, aparte de los ya mencionados de Cabezarrubias, Hinojosas, Brazatortas y la estación de Veredas, los de Solana del Pino, Mestanza, El Hoyo, La Nava, El Tamaral y los poblados mineros de Diógenes y Las Tiñosas. Hacia la otra parte, más despoblada, destacan los de Almadenejos, Alamillo y La Bienvenida. Numerosos cortijos, o quinterías —que de ambas maneras suelen llamarse—, comparten el resto junto a los chozos de pastor y los amplios pastizales.
No lejos de la carretera que siguen los viajeros —a la izquierda, según se va hacia Almodóvar— están las ventas de la Divina Pastora y de la Inés, las cuales ventas, situadas en otro tiempo en el antiguo Camino Real de la Plata, parecen corresponder con las del Molinillo y del Alcalde, respectivamente, utilizadas la una y la otra por Cervantes para sus fines literarios: la primera, como seguro emplazamiento de la acción de Rinconete y Cortadillo, y la segunda, como posible acomodo de gran parte de los sucedidos que se relatan en la primera mitad del Quijote. Lo que no pudo averiguar el caminante, ni en su paso por el valle de Alcudia ni durante su estancia en Sierra Morena, fue la perfecta localización del Val de las Estacas y la fuente del Alcornoque, también cervantinos, si bien piensa que otra vez será y que para entonces irán mejor orientadas sus pesquisas.
El valle real de la Alcudia, donado entre otras recompensas por Fernando III el Santo a la Orden de Calatrava, pasó por los ya sabidos azares históricos de todos estos bienes, hasta incrementar con su valía el tesoro regio. Sin embargo, merced a otras circunstancias, también históricas, aunque de muy diferente condición, llegó a pertenecer a la propiedad privada de un valido (que es uno para el que todo es válido), y así, Manuel Godoy, pomposamente designado Príncipe de la Paz, fue asimismo nombrado duque de Alcudia y se erigió en señor del valle, (que de este modo pagaron algunos monarcas al hombre ilustre que supo sustituirles..., en el gobierno), aun cuando el tal período de potestad duró muy poco, porque Femando VII (ese al que se las ponían tan estupendamente), al acabar la guerra de la Independencia, devolvió las cosas a su primitivo ser. Y unos años más adelante, hacia mediados del pasado siglo, sobrevino la total desmembración del valle, siendo repartidas sus tierras entre diversos propietarios, y este sistema ha perdurado hasta nuestros días.
— ¡Mirad cómo llueve por allí! —exclama Cecilia, y señala con la mano hacia el frente.
— ¡Pues, estamos aviados! —se sulfura Andrés—. Está cayendo encima de Puertollano, de forma que no nos vamos a librar.
Algunos rebaños pastan con mansedumbre cerca de la carretera. A los pastores, embutidos en los impermeables y con los gorros calados, apenas se les ve una mínima parte del rostro.
— ¡Pobre gente! —se duele Cecilia—. Aunque ellos están muy acostumbrados, ¿no? Si se vienen andando desde el norte hasta aquí...
—Ya no tanto como antes; ahora se transporta el ganado en ferrocarril y la trashumancia, en su auténtico significado, ha caído en desuso.
Rueda a gran velocidad el automóvil, en dirección a Almodóvar del Campo, y, delante, a pocos metros, brota de la misma carretera el chorro multicolor del arco iris, que asciende vertical, para luego, lentamente, caer hacia el otro lado, por encima de los pastizales y de los campos de labranza.
José Antonio Vizcaíno: "Caminos de la Mancha"

5 de mayo de 2020

LOS CUCONES

"MONTERÍAS EN SIERRA MORENA A MEDIADOS DEL SIGLO XIX"

Donde se habla de los "Cucones"

Este libro cuenta las peripecias de un grupo de siete cazadores de Arjona (Jaén) que en el año 1864 estuvieron varios días de montería por la sierra de Andújar, por los lugares de Montealegre y las dehesas del río Cabrera, un afluente del río Yeguas por su parte derecha. Está escrito por uno de los participantes, Don Pedro Morales Prieto, cazador y general del ejército.
La curiosidad de este libro es que es la única referencia que hemos encontrado sobre el gentilicio "cucones" con el que se conoce a los nacidos en Fuencaliente. Los cucones son la gente de la sierra que se contratan como "escopetas negras" en las cacerías; y se llaman así "porque se valen del canto del cuco para darse avisos".
El libro, además, tiene bastantes pasajes que se describen la vida y costumbres de la gente que vivía en el campo, en este caso por la sierra de Andújar, un sitio muy ligado a los habitantes de Fuencaliente, pues allí han vivido muchos de ellos, desde la Merced hasta Navamuñoz, pasando por Valdelagrana.
Aquí hacemos una referencia a los pasajes más interesantes de dicho libro, muy difícil o casi imposible de encontrar, salvo en algunas bibliotecas. La primera edición de este libro fue en 1904, y después fue reeditado por la Diputación de Jaén en 1990. Las citas que aquí adelante copiamos son literales, salvo las frases que dan título a cada pasaje.
QUIÉNES SON LOS CUCONES
En Sierra Morena se hace una división convencional del personal que concurre á una expedición de caza, y en el momento de figurar en ella, pierde uno su personalidad para convertirse en escopeta blanca ó negra, según su calidad. Las blancas son los señoritos y los convidados, y las negras los cucones, ó gente de sierra que se contrata para el servicio de la expedición, gente muy práctica y de gran habilidad en el tiro de escopeta, que conoce al dedillo todas las veredas y vericuetos de la sierra, y que tiene siempre abierta cuenta corriente con la Guardia civil; no porque sean de instintos criminales, sino porque se dedican á ser cazadores furtivos, y este oficio tiene sus quiebras con la Benemérita y los guardas de las dehesas. 
Se llaman cucones, porque se valen del canto del cuco para darse avisos y señalar la aproximación de las piezas de caza; y suelen imitar tan perfectamente el canto de dicha ave, que á las citadas piezas, aunque sean mayores, no les produce recelo ni escama el oírlo.

TÉCNICAS DE CAZA: LAS BALAS ENCADENADAS
Generalmente los cazadores de reses cargaban el cañón derecho de sus escopetas con dos balas esféricas encadenadas, y el izquierdo con una.Las balas se encadenan ó unen vaciando con una navaja un pequeño casquete esférico en cada una de ellas, y poniendo ambas incisiones en contacto y dándoles después, con fuerza, una media vuelta como si se atornillasen, quedan los proyectiles unidos y así entran en el cañón.

EL RÍO MONTORO
El Montoro nace en el mismo lomo que el Tablillas; corre también al Este por el Sud de dicha Sierra de las Ventillas. Recorre la primera parte del conocido valle de la Alcudia; le ciñe también por el Sud la Sierra de la Alcudia, que yá es parte de la Morena; recibe por la izquierda el Tablillas y se junta al Fresnedas. En esta junta pierden sus nombres Fresnedas y Montoro, y el río que resulta es el Jándula, que corre hacia el Sud.

LA CARRETERA DE FUENCALIENTE
La comarca en cuestión debe muy poco á los Gobiernos en punto á caminos. No hay más carreteras que una, aún no acabada, que remonta el río Yeguas, al Oeste del Jándula; cruza la Sierra de Sud á Norte, llega á Fuencaliente, orígenes del mismo Yeguas, y aquí se bifurca siguiendo un ramal á Puertollano, y otro, algo más al Oeste, al pueblecillo de Veredas. Una vez acabado los dos ramales, quedarán en contacto con el ferrocarril de Madrid á Badajoz, tanto en Veredas como en Puertollano. Ferrocarril no hay más que un pequeñísimo trozo del ya dicho de Madrid á Badajoz, que toca á la comarca en Puertollano.
Debiera haber por lo menos otra carretera que, á partir de Andújar, marchara Jándula arriba, á salir de la Sierra por el Hoyo y el Tamaral, y siguiendo por la cuenca del Fresnedas, llegase á la Calzada de Calatrava, donde se relacionaría con la vía férrea de este punto á Valdepeñas.


EN EL PUENTE DE ANDÚJAR SE PAGA PORTAZGO
Á las nueve y cuarto pasaban los cazadores el Guadalquivir por el puente de Andújar, y don Sebastián pagaba el portazgo que entonces se exigía á los dueños de las caballerías y carruajes que lo atravesaban.
DESCRIPCIÓN DE UN CORTIJO DE LA SIERRA: LA CHOZA DE MONTEALEGRE
La choza de Montealegre era, por su construcción y condiciones, semejante á las que en muchísimas dehesas de Sierra Morena servían, en la época á que nos referimos, de morada á los guardas de las fincas y á sus familias. La constituía un cercado rectangular de piedras de bastante espesor, trabadas con barro, de unos dos metros de altura, cubierto de una techumbre de madera sin labrar, en forma de ángulo diedro, con las caras muy ingeniosamente revestidas con ramas de adelfa y de retama. La que nos ocupa tenía una superficie de 16 X 10 metros; estaba orientada de Norte á Sud, con la puerta al Oriente, y una ventana de unos 0,60 X 0,50 metros, á Occidente. El hogar estaba en el centro del hueco de la izquierda, conforme se entraba en la choza, y correspondiendo á aquél, tenía abierta en la techumbre una pequeña abertura por donde salían los humos.
En el interior de los muros había sujetas fuertes estacas y cuernos de venado, que servían de perchas; y una cantarera con dos senos, una mesa pequeña, mugrienta y desvencijada, cuatro asientos, hechos de rodajas de corcho, unidos por clavos, de madera de jara; un candil, una sartén, unas trévedes, dos cántaros cañeteros desportillados, una jarra de barro de Andújar con las boqueras averiadas, dos pequeños lebrillos y un par de pucheros de barro, constituían el ajuar de tan campestre morada.


COMEN LOS SEÑORITOS Y LUEGO EL PERSONAL: CUCHARÁ Y PASO ATRÁS
Terminada la cena de los señores, se zarandeó la sartén, para que se extendiera el arroz por igual en los huecos que habían dejado hechos aquéllos, y en unión de las trévedes fueron colocados ambos enseres al lado del vivac que tenía encendido la gente del exterior, y bien pronto se vió rodeada por aquélla. Juanico Navarro presidió esta comida con la formalidades practicadas por el cura Pérez en la de los señores, si bien variaba el cuadro, pues en esta segunda permanecía la gente de pie y había aquello de cucharada y paso atrás, y lo animaban los perros que metiendo la cabeza entre las piernas de los comensales, no dejaban caer hueso al suelo, por arrebatarlo en el aire.

PERSONAL CONTRATADO: MONTEADORES Y PODENQUEROS
Es costumbre antigua en la sierra contratar á la gente auxiliar de las monterías, y aun á la que concurre á las expediciones de caza menuda, bajo las siguientes condiciones. Primera: jornal diario, que varía entre cinco y seis reales, para las escopetas negras, y de ocho á diez para los postores, incluyendo como días de jornal el de llegada al rancho y el de regreso á sus hogares. Segunda: el alimento necesario para la vida de la sierra. Tercera: una cajetilla de tabaco picado, con el papel de fumar correspondiente, un día sí y otro no.
Además, se les provee diariamente de la pólvora, balas y pistones necesarios para el consumo que prudencialmente se calcule que puedan hacer en el día. En las monterías suelen las escopetas negras echar la pólvora en los cartuchos de hoja de lata que llevan en la canana, que luego cierran con tapones de corcho; y en las expediciones de caza menuda, suelen echarla en un pequeño cuerno que llevan pendiente del hombro izquierdo con una correa. Cada cartucho de la canana hace, en lo general, cinco cargas de pólvora, y para las monterías ordinariamente se les llenan dos. Á los monteadores y podenqueros se les llena por completo el frasco, para que no escaseen las salvas y éstas sean enérgicas cuando se levanten las reses.


LAS FÓLLIGAS DE LAS RESES
Tampoco podían evitarse las muestras de satisfacción originadas porque el postor se apercibía de las fólligas recientes de las reses, y señalaba la dirección de éstas hacia el terreno que se iba á montear.

DOS TIROS A ASOMA TRASPÓN
La res era, en efecto, una hermosa cierva de la raza albar, que venía con su Jabatilla siguiendo la dirección de la banda derecha de escopetas. Á los primeros latidos del perro que la levantó, acudieron dos más de la reala de D. Francisco, y la cierva venía que encendía, perseguida por los tres canes, arrollando monte, rodando piedras y tronchando cándalos, apareciendo á los pocos momentos en el puesto del señor cura.
Éste la dejó aproximar ó la dejó cumplir, según el tecnicismo de la gente de la sierra, y al tenerla muy próxima le disparó la escopeta.
La res dió al tiro un salto bastante pronunciado y siguió su derrotero rozando parte de la mata del puesto, y apercibiéndose D. Sebastián de la dirección que llevaba, le disparó dos tiros á asoma traspón y á bastante distancia, y la cierva se marchó ilesa á buscar nuevas guaridas.


EL ACEITE Y VINAGRE
Una tortilla de patatas, una ración, por barba, de salchichón, algunas granadas, aceitunas y queso en aceite, complementaron esta singular comida, que es indudablemente la más clásica entre los cazadores de Sierra Morena.
Algunas veces se echan habichuelas ó patatas cocidas en el aceite y vinagre, que así se llama á esta vianda, y en la primavera se le agregan naranjas picadas, y resulta una comida apetitosa, sana, fresca y de mucho alimento.

LAS CABRAS MONTESES
¿Encontraremos cabras montesas en los terrenos que vamos á montear? — preguntó Caldera.
—No,—contestó, D. Diego.—En estos contornos sólo se crían en las Someras y en el Peñón Amarillo de la dehesa del Peral; en los burcios de Cabeza Parda, en los de la Tía Rita y en los barrancos de los Borondos, todos terrenos de la región del Jándula. Por cierto que son una caza muy divertida, pues ordinariamente se presentan á los cazadores en piaras de seis ó de ocho, y á veces de más, saltando de peñón en peñón para defenderse de los perros, y prefieren recorrer así todo el portillo y sufrir el fuego de las escopetas, á escapar por terrenos afables y limpios de riscos y peñones, en los cuales, su espíritu de conservación les dicta que serían inmediatamente alcanzadas y devoradas por los perros.
En cierta ocasión que se montearon las Someras, y tu buen padre ocupaba uno de los viajes que van á la Umbría de Gangueros, se le presentó una piara, y les disparó siete tiros de bala con escopeta de un cañón y de antecarga, y solo logró matar un macho, pero dé los más grandes.


UN LANCE DE CAZA : EL CALENTÓN
El guarda reconoció á su paso por el puesto de D. Pedro los dos tiros de la cierva que aquél fogueó, no hallando en ellos señales de ir herida la res; y el haberse echado ésta en la lastra al segundo disparo, lo explicó diciendo que fue efecto de pasarle la bala muy cerca de la columna vertebral, y que este caso solía producirse algunas veces, y la gente de la sierra lo conocía con el nombre de calentón.

DOS VENADOS ENGANCHADOS POR LAS CUERNAS EN EL HONTANAR DE FLORES
Pero también ocurre que á dicho berrido contesta otro y otros, y entonces se establece una lucha que podemos llamar de dimes y diretes, que concluye con una batalla entre los machos, en la que muchos salen heridos por las defensas de sus contrarios; otros sacan mutiladas sus cuernas, y algunos duelistas se entrelazan éstas en tal forma que quedan imposibilitados para la huida y pueden ser cogidos por cualquiera persona, como sucedió no hace mucho en la dehesa de Fontanar de Flores, que un muchacho se hizo dueño de dos venados que estaban en dicha forma, tan sólo con acercase á ellos con precaución y desjarretarlos con una pequeña navaja.

LOS CUQUILLEROS: CAZADORES DE PERDICES CON RECLAMO
—En el mes de Marzo me dieron seis duros; por consiguiente, si me da usted uno más por la jaula y el trigo que se ha comido desde entonces acá, desde luego es de usted.
—Allá van,— y D. Sebastián le entregó los siete duros quedándose con el reclamo.
Y he aquí cómo adquirió un buen reclamo de tres celos por poco dinero, que después fué la admiración de los cuquilleros de Arjona y el azote de las perdices de Albaida, de las Rabuas, de los Cotrufes y de los barrancos de los Cristos.


SALMUERA PARA LAS PATAS DE LOS PERROS
Á los perros se les dio su ración de cena; pero antes se les metieron las cuatro patas en una composición de vinagre y sal, que se llama salmuera, con el fin de que se les endurecieran, pues realmente estaban aspeados por efecto del mucho trabajo que habían tenido en tres días.
Este remedio es eficacísimo, y los vuelve á poner en condiciones de cazar con todas sus facultades, por lo que suele repetirse cada tres ó cuatro días y á veces más á menudo, en las expediciones de montería.


UN EXCELENTE CUQUILLERO
—¿Mudan la pluma todos los años las perdices?
—Sí, pero sólo cada dos es cuando hacen la muda completa, que son los que las corresponde tirar hasta la caspa. Los otros años sólo mudan la pluma larga, la de los escudos y alguna otra.
Como yo vivo entre perdices, pues tengo siempre lo menos dos en mi despacho, he podido hacer las observaciones que te he referido; y es más, he notado también que los años que los reclamos mudan del todo y tiran la caspa, es su comportamiento mucho mejor que en los que sólo mudan á medias.
—-Fuerza es convenir, mi querido D. Sebastián, en que es usted un excelente cuquillero,— dijo Caldera;— pero dejemos esta conversación y vamos á otro asunto que interesa.


ACEITE Y VINAGRE CON TAJADAS DE JABALÍ
Se comió el aceite y vinagre en la orilla del río, al cual se adicionaron algunas tajadas de carne de jabalí fritas.
EL PORTILLO: LA MANCHA DE TERRENO QUE SE CAZA
La cierva siguió muy apretada por los perros y recorrió en esta forma todo el portillo, entrándole al fin á Juanico Navarro, que estaba colocado, en la misma Cabezada de la Parra, y dejándola cumplir con gallardía, le pegó un balazo en mitad de las paletas que le hizo empinar sobre los remos traseros, y después caer en tierra para no levantarse más.
Á esto habían vuelto al portillo los perros que siguieron á los venados, que fueron los más, los que unidos á los de la cierva y animados por los podenqueros, batieron con codicia el resto del portillo sin encontrar res alguna.
El portillo estaba terminado, y cumpliendo las escopetas y los podenqueros las órdenes del postor, se reunieron todos en el puesto de este último, en donde se ocupaba Juanico Navarro en hatear su cierva y en repartir los intestinos á los perros.

GUISO DE LENGUAS DE CIERVA
La guardesa preparaba en la cocina una bien repleta sartén de arroz con conejo, que debía servir de cena á todos los de la expedición, y además un guiso de carne de jabalí con patatas en un pucHero, que se destinaba de segundo plato para los señores. El cocinero se dedicaba á confeccionar una buena fuente de ensalada, ayudado por una hija de Juanico Navarro y en escaldar las lenguas de las cervunas muertas en el día, á fin de guisarlas para el siguiente.

HACER NOVIO AL CAZADOR
En seguida, y al rededor de una mesa, se constituyó el tribunal, que fué presidido por D. Diego Manuel, en el que actuaba de defensor D. Sebastián, de fiscal el Sr. Bellido y de representante de la acción popular el bueno de Juanico Navarro. Al presidente se le puso al alcance de su mano un monumental cencerro, para que encauzara las discusiones, y sobre la mesa se colocó una albarda que representaba el proceso, sentándose frente á ella y en actitud de escribir con una gran cuerna de venado, un cabrero del conde de Gracia Real, que llamaban de apodo El Indio, que actuó de secretario.
Á un enérgico repique de cencerro del presidente empezó la vista, exponiendo el fiscal su acusación, pero no en tonos tan enérgicos como deseaba la acción popular. El fiscal se concretó á acusar á Cardera de haber muerto de un balazo á un inocente venado, y pedía se aplicara al asesino la pena que estimase el tribunal, en harmonía con las leyes de caza que regían en la Sierra.
Pero Juanico Navarro, con la venia del presidente, manifestó que aunque la acusación comprendía el hecho principal, no abarcaba las circunstancias agravantes que en él concurrieron, como fueron: descubrirse cuando la res se presentó en el puesto, demostrando con esto tener el cazador poca serenidad. Tirarla parada y á bastante distancia, y recrearse apuntándola haciendo lo menos quince varas de longaniza, antes de soltarle el tiro. Que estas agravantes creía la acción popular que debían aumentar la pena, y así se lo suplicaba encarecidamente al tribunal.


EL FANDANGO ES EL BAILE FAVORITO DE LA GENTE DEL CAMPO
En seguida se empezó á bailar el fandango, que es el baile favorito de la gente de campo de la provincia de Jaén. Cardera fué invitado á servir de pareja á una linda muchacha y formó parte de una de las cuadrillas, y había que verlo contonearse al son de la guitarra y de las castañuelas, y subordinar los movimientos de sus kilométricas piernas á las cadencias de la música, al propio tiempo que subía, bajaba y arqueaba los brazos siguiendo el compás de aquélla.
En uno de los trenzados de la copla y al dar uno de los saltos, chocó su cabeza en el candil del techo, y cayó aquél en el suelo dejando el aceite y la torcida en la ropa del bailarín. Esto provocó gran risa en los concurrentes y aún en el mismo Cardera, que dió origen á no pocas bromas y á que se le compusieran coplas perfectamente ritmadas é intencionadas, alusivas al caso.


EL TÍO CHIMERO: POSTOR EN EL VALLE DE FUENCALIENTE
—Era por este tiempo. El tío Chimero, que era nuestro postor en aquellos terrenos y aun en los del Valle de Fuencaliente, tenía un chico de unos diez años, muy travieso, listo, y que manifestaba gran afición á la caza, y no pudiendo por sus pocos años ejercerla con la escopeta en las reses, conejos y perdices, se dedicaba á cazar colorines, chamarines, zorzales y otros pajarillos con espartos untados de liga.

UN REMEDIO PARA LAS HERIDAS: YESCA DE MANZANILLA
En cuanto llegó el tío Chimeno á recogerme y le conté los detalles del suceso sobre el propio terreno, quedó el hombre asombrado, y su primer cuidado fué ajustarme bien el pañuelo á la herida, que yo no había podido hacerlo más que de un modo imperfecto, poniéndome antes en ella buena cantidad de yesca de manzanilla, y me suplicó que me sentara en el puesto hasta que él volviera con mi caballo y una bestia para cargar las reses.

LOS JABALÍES BUSCAN REMEDIO A LOS PARÁSITOS EN LAS MATAS DE RUDA
¡Hola! Juanico, ¿qué vamos a hacer hoy?,— preguntó D. Diego.
—Pues montear por la mañana á Buenasyerbas y Valcabero á la vez, y por la tarde á Valdelmedio. En ambos portillos hay reses, y bastantes. Hace un momento acabo de recorrer la cuerda de Buenasyerbas, y he visto rastros recientes de muchos jabalíes, y por cierto que he notado revolcaderos fresquitos de ellos en unas matas de ruda, que me han chocado, porque generalmente no suelen revolcarse en estas matas más que en la primavera.
—¿Y por qué en la primavera y no en el otoño?,—preguntó D. Pedro.
—Porque en dicha primera estación, están llenos de miseria, y se la quitan revolcándose en las matas de ruda, pero como hemos tenido un otoño tan temprano y tan hermoso, se conoce que se les ha adelantado la primavera.


LA FÓLLIGA: LA HUELLA DE LA RES
—¿Ha encontrado usted rastros de cervunas?
—No, señor, en estos valles se acuestan pocas; pero con el ganado de cerda tenemos bastante.
Ya pueden ustedes echar buena cantidad de balas en las cananas, pues creo que todas se han de tirar. En Valcabero hago reses de todos tamaños; pero sobre todas, ha entrado un cochino, que á juzgar por la magnitud y profundidad de la fólliga que deja, debe ser el abuelo de los de su especie.


UN AGARRE CON FATALES CONSECUENCIAS: CINCO PERROS MUERTOS Y OTROS DOCE HERIDOS
En esto llegó al lugar de la lucha el podenquero Acebes fatigadísimo y jadeante, y á poco Barrerilla, el cazador de D. Pedro y el Sr. Bellido, cuyos dos últimos eran las escopetas próximas al puesto del señor cura, presenciando todos un espectáculo, triste sí, pero á la vez épico y grandioso.
Los perros Liberal, Terrible, Falucho, Paje y Fandango, yacían muertos á poca distancia unos de otros; el primero y tercero degollados y los restantes abiertas las cajas de sus cuerpos por el colmillo de la fiera.
En las matas próximas se encontraban echados, muy mal heridos y quejándose amargamente Pilatos, la Coqueta, Garibaldi y el cachorro Levita. Más allá, otros perros menos lesionados se lamían sus heridas y miraban á los cazadores y podenqueros como suplicando sus cuidados.
Total, cinco perros muertos, cuatro muy mal heridos, cinco que no lo estaban tanto y tres leves, componiendo en conjunto diecisiete bajas.

REFERENCIA A LOS CUCONES
A la noche siguiente nos trasladamos á la dehesa de Navalamoheda, ó Navalamojea, como vulgarmente la llaman los cucones, y en sus frondosos alcornocales establecimos nuestro campamento.
OTRA REFERENCIA A LOS CUCONES
—Eso no tiene gracia, dijo uno de los cucones que acompañaban á los expedicionarios. Las piñas se derriban así.
Y apuntando tranquilamente á una de ellas y disparándola, cayó intacta casi verticalmente, tronchada por el rabillo que la unía al árbol.


OTRA REFERENCIA MÁS A LOS CUCONES: LES QUIEREN PONER LA CENIZA EN LA FRENTE
Éste era un señor de la provincia de Valencia, gran tirador, que había conquistado justo renombre cazando patos en la Albufera, y que siendo sus ilusiones cinegéticas matar una res en Sierra Morena, había hecho los imposibles por conseguir el logro de su ideal.
Llevaba una endiablada carabina Winchester de repetición, que hacía más fuego que un volcán, y con ella se proponía poner la ceniza en la frente á todos los afamados cucones de Sierra Morena.


EL MARQUÉS DE LA MERCED
En la Loma de Mosquitilla pasamos un verano delicioso. Allí no se monteaba, porque según oímos una noche decir á Antonio, el guarda de los Escoriales, el dueño de la finca, que era el Marqués de la Merced, no tenía ya alientos para cazar, por no permitírselo su avanzada edad y sus achaques; y ya que no podía ejercer una afición que tanto le había dominado en su vida, y tan justo renombre le había hecho adquirir de buen montero, no daba permiso ni consentía que persona alguna, aunque fuera de su intimidad, cazara en la dehesa.

LOS REBAÑOS DE MACHOS CABRÍOS
Llegó á la indicada dehesa el propietario del gran rebaño de machos cabríos, de que he hablado, y sin duda por el gozo de verlos reunidos ó por otros fines, es lo cierto que ordenó á los cabreros que concentraran el ganado en un sitio adecuado; operación que parece dificilísima, dado lo mucho que se dispersa este ganado en los montes, y la extensión de terreno tan considerable que, por lo tanto, ocupan las cinco mil cabezas.
Pero nada hay difícil cuando se tiene maña y práctica para realizar las cosas. En todos los rebaños de esta especie, se eligen para mansos cierta cantidad de machos, generalmente el quince por ciento, de los que presentan mejores condiciones de docilidad, y una vez educados por el mansero, se les pone una esquila y se les deja en libertad de hacer vida común como las demás cabezas del rebaño.
Los manseros son zagales muy diestros y de gran habilidad para el desempeño de su cometido, y su mayor orgullo estriba en maniobrar con los mansos y reunirlos á toques de silbido, como se reúnen los perros de montería al toque del caracol.
El mansero, pues, fué el primero que empezó á funcionar para lograr el deseo de su amo; y al efecto, se colocó en el centro de una extensa llanura, y metiendo los dedos de la mano derecha en la boca, empezó á dar silbidos muy fuertes y estridentes, que escuchados por los mansos, acudieron presurosos á reunirse alrededor del zagal, con las cabezas hacia su persona; y había que ver más de setecientos mansos con sus esquilas, todos apelotonados, haciendo esfuerzos para disminuir los espacios hasta conseguir formar una masa compacta, sin más estímulo que los interesantes silbidos del mansero.
Cuando éste comprendió que la unión era perfecta, cesó de silbar, y al quedar la masa inactiva, saltó por encima de los mansos, y andando por sus lomos, como si fuera sobre adoquines, se salió del círculo que le tenían formado, y ya en tierra, se echó al hombro su cayado y empozó á andar, siguiéndolo dócilmente todos los mansos, que por cierto armaban una cencerrada que aturdía.
Los demás machos del rebaño, en cuanto se apercibieron de la marcha de los mansos, empezaron á bajar á escape al llano, y en poco tiempo se reunió toda la machada, que formaba un conjunto digno de verse, y cuando el dueño vió cumplidos sus deseos, dispersó el mansero á los mansos, y siguiendo el ejemplo las demás cabezas, se dispersaron también en todas direcciones.